Ni Rilke, ni Joyce, ni una prostituta verbal.
- Fiera Cultural
- 20 nov 2018
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Rogelio Treviño, un poeta que se codeaba con figuras chihuahuenses como Carlos Montemayor, el pintor Sebastián y Víctor Hugo Rascón Banda, murió a principios de enero de 2012 y su cuerpo fue reconocido hasta finales de febrero del mismo año.
Autora: Aleida Samantha Olivas Medina

Una bobina de madera —el rollo gigante que se usa para el cable eléctrico— cumplía la función de mesa de trabajo, las cajas de fruta hacían las veces de librero, el sillón que nadie quiso, tirado por unos y recogido por él, adornaba su sala. La pared se caía a pedazos y una cortina azul adornaba la ventana. “No puede ser poeta uno el martes, el miércoles no, el viernes de lleno y el sábado no, me voy con las viejas. No, no. Eres poeta hasta fumando marihuana”. Jamás dejó de escribir, muchos de sus libros los escribía en el papel de las tortillas, las compraba y dejaba el papel secar para que se le fuera el vapor y humedad de las tortillas y ahí es donde empezaba a hacer sus poemas.
Convertía la basura en algo utilizable y no por ello vivía en la inmundicia; los platos eran latas de sardina o de unicel, reutilizados tantas veces que podía olvidarse de lo que eran en primer lugar, y sus dibujos colgaban de las paredes o reposaban en los muebles. Todo limpio, siempre.
Lo poco que queda de Rogelio Treviño son los recuerdos, los poemas —siempre dedicados, siempre repartidos—, sus libros publicados, y cinco videos en youtube que conforman una entrevista: “Entre luz de diosa blanca” hecha por el Colectivo Ficción 1, dos años antes de su deceso.
Su vida ha sido descrita por varios como un capítulo de la mitología. Ganó múltiples premios de poesía y, según varias fuentes cercanas a él, era alcohólico, en uno de sus arrebatos quemó su propia casa. Además, no dudó en robar lo que fuera necesario de casa de quienes fueron sus amigos. Era tan grande la separación de su familia, que su desaparición no supuso curiosidad en ellos, más que en Reneé Acosta, escritora y mejor amiga. Fue ella la que reconoció su cuerpo en la morgue y tuvo que convencer a sus familiares para que fueran a verlo por sí mismos.
Nació en la ciudad de Chihuahua, en 1953, el hombre que contrajo matrimonio dos veces en su vida y, al parecer, estuvo a punto de una tercera. “Tuvo que aceptar que él no era para esa clase de vida” cuenta la que sería su mejor amiga por los últimos dieciséis años de su vida, Reneé Acosta, y le decía que a él le provocaba náuseas ser un burgués o vivir de una manera ordinaria, cotidiana, ésas cosas que se permiten y ésas cosas que se tienen que ceder cuando estás casado. Para Rogelio era muy difícil, él no lo soportaba, sentía que perdía su libertad.
Heriberto Ramírez Luján lo conoció veinte años antes, al menos, cuando Rogelio trabajaba en la Escuela Secundaria Federal 1 como velador. El poeta dejaba su camión en la calle Niños Héroes y atravesaba el centro histórico de la ciudad de Chihuahua a pie, así que le tocaba atravesar entre las calles Coronado y Gómez Farías, donde Heriberto vivía y a veces pasaban las tardes jugando ajedrez o tomando café. Al principio lo impactaron el nivel de sus reflexiones, para alguien que decía solo haber terminado la secundaria.
“Escuchar a un tipo loco hablar de esos rollos, que no tenía ni una gota de educación formal, que era un velador, que tenía más lecturas de las que tenía yo como estudiante de letras, un lector ávido”, recuerda impresionado Héctor Jaramillo, quien lo conoció por la misma época gracias a un amigo en común: Enrique Servín. “El libro que leyera lo convertía en un libro de metafísica, de alquimia, sobre todo si leía a Rilke y Rimbaud”.
“Yo soy un poeta serio. No soy Joyce, ni soy Rilke, pero sé quién soy”, dijo Treviño, en sus videos. “Y el poeta que no sabe quién es, el poeta que se vende, que se alquila, que maquilla sus versos para quedar bien, hace de sus verbos una prostituta verbal… y eso es muy triste”.
“Ay, tu papá tiene barbas de chiva, que chistoso está, ¿por qué hace eso?”, cuenta Xitlhali Treviño, de los comentarios que estaba acostumbrada a recibir, con la sonrisa que el recuerdo le provoca. Sus juegos con ella y Dafne eran poco convencionales, recuerda sobre todo que agarraban un libro que tenía imágenes de Japón, sentían el libro y debían adivinar lo que era. “Pues sí, vaya a la escuela, pero no se mate con puro sacar dieces, si se le da, se le da, y sino pues lo básico”.
Rogelio empezó a tener malos hábitos, adicciones. Fue despedido y él, y su familia, se trasladaron a Ciudad Juárez, luego de vender sus muebles. A Laura la había conocido allí antes de que se casaran. Laura, como Laura de Petrarca, él mismo lo decía. “Quiero trabajar para que tu escribas”, le decía ella. Tenían tres hijas: Xitlhali, Dafne y Ambar, y no mucho tiempo después de la mudanza, él se tiene que enfrentar a la realidad de que su familia no soportó sus bohemias, que están viviendo en una vida de miseria absoluta, que ella no acepta eso. Y a la pérdida de un bebé, después de un altercado, en el momento en que ellos se separan. Violencia doméstica, describen. De ese aborto nace el poema Samalayuca: “A mi hijo, in memoriam”, parte de su libro ‘La lámpara en el granero’.
Después del divorcio, Rogelio regresó a Chihuahua. Laura no quería que siguiera frecuentando a sus hijas, pero Xitlhali recuerda que regresaba cada vez que podía.
“Mi maestro de teatro, Fernando Saavedra, nos enseñaba a cómo leer. Él decía que si éramos realmente artistas, no había obstáculo que nos alejara de nuestra vocación, entonces decía… si son realmente, hasta robando libros”, contó para los videos en youtube. En invierno, en las gabardinas, cosían bolsas por dentro y así era como robaban los libros. Lo único que comprabas en la librería en aquella época era Juan Rulfo, porque lo pedían en la escuela, y a García Márquez porque era bestseller. Los escritores de entonces se intercambiaban libros, como tesoros. Varios se veían en la estación del Distrito Federal, con dos cajas de libros amarrados con cordón, y destrozándose los dedos. Caminaban cinco pasos y los dejaban en el suelo para no gangrenarse los dedos, todo porque no había acceso a libros en la que para ellos era una provincia insular.
Muchos de los libros de Rogelio eran un regalo o un robo, se los compraban. En lo que él gastaba dinero era en café y cigarros, porque era de verdad fumador compulsivo. La ropa la gente se la regalaba y él la usaba.
“Préstame veinte pesitos, préstame cincuenta pesos, préstame cien pesos” le decía a sus amigos más cercanos, como Reneé o Heriberto, e incluso al chofer del Instituto Chihuahuense de la Cultura (ICHICULT), Sergio Lejía. Una de ésas ocasiones fue a visitar a Ramírez Luján a su casa. Tenía hambre y le dieron pastel, pero él y su esposa iban saliendo al cine: “Ahí está el refrigerador, sírvete lo que quieras”, le dijo aquél día y su esposa guardó el dinero que acababa de recibir del trabajo en un cajón, donde Rogelio alcanzó a ver. Cuando regresaron a casa, el dinero y Rogelio habían desaparecido, y el último había usado aquél ‘préstamo’ para irse a Ciudad Juárez. Nunca se disculpó, ni fue recibido en aquella casa de ahí en adelante.
Conoció todos los centros de rehabilitación de Chihuahua, conoció el Cereso, los hospitales, los comedores para las personas en situación de calle, llegó a pasar inviernos enteros en refugios donde lo atendían, incluso parecía emocionarle haber pasado por cosas que la mayoría no.
Rogelio habló mucho de César Vallejo y de su muerte: “Moriré en París con aguacero, una noche de la cual tengo ya el recuerdo”, ese verso lo repetía mucho, porque él decía que sabía cómo iba a morir. En 1998 escribe ‘La mujer que no fui’, y al final del libro se puede leer: “El autor de esta obra murió en la ciudad de chihuahua unos años después de terminarla, víctima de un paro respiratorio debido a su alcoholismo…”. Reneé Acosta oyó todo en voz de Rogelio y cuenta que ésa frase en particular lo hacía estallar de risa.
“Necesito que me hagas un favor, quiero que vayas a Chihuahua y recojas mi cuerpo porque nadie sabe que estoy muerto. Me tienen ahí congelado, como un pavo” le decía él a Acosta en un sueño, poco antes de que ella y su esposo volvieran de Durango a Chihuahua, como cuando le pedía dinero.
“Nos lanzamos mi esposo y yo, no nos dejaron entrar porque solo dejan entrar a familiares, nos dijeron que fuéramos a reconocerlo en las fotografías y ya después de ver a varias personas fallecidas, a dos, me dijeron que tenían sólo a tres que habían sido recogidos en esos días. Y el tercero era Rogelio.”
Catorce años más tarde, a los 59 años, Rogelio fue encontrado junto con Ricardo Pérez Jasso y Víctor Torres González, afuera de una casa abandonada en la esquina de la calle 13 e Irigoyen, en la colonia Obrera de Chihuahua. Sus cuerpos fueron trasladados al Hospital Central, mas Rogelio fallece la madrugada del 8 de enero de 2012. Su cuerpo fue reconocido por Reneé Acosta hasta mediados de febrero del mismo año.
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